lunes, 29 de agosto de 2011

Un café, con dos cucharadas de empatía y sustituto de amabilidad


Cierto día llegué a una cafetería para satisfacer uno de esos gustos tan personalmente arraigados que tengo. La joven mujer que me atendería, estaba ocupada preparando la bebida de un cliente que, impaciente, esperaba a mi lado. Después de aproximadamente dos minutos, el cliente se veía satisfecho con una bebida casi artesanalmente preparada, o al menos así me pareció a mí: la espuma blanca de la crema producía formas tan caprichosas como muchos de nuestros pensamientos.

Acto seguido, la joven, sonriente, volteó para preguntarme qué bebida quería. Tomó nota, hizo rápidos movimientos en la caja registradora y con la misma presteza se dispuso a preparar, ahora, una bebida caliente. Y otra vez, absorta en su actividad, le dio la espalda al mundo que la rodeaba, la mirada fija en los líquidos que sus manos hábilmente manejaban. En ese momento, una pareja que estaba sentada decidió retirarse. La mujer se despidió de la joven, quien le respondió con un absoluto silencio, roto únicamente por el choque de las vasijas que manejaba.  Con un gesto ligeramente molesto y claramente sorprendido por lo que, sin duda, han de haber considerado una grosería, la pareja cruzó la puerta. Nos quedamos solas, artesana y yo, en aquel reducido espacio. Silencio.

Un minuto después, tenía ante mí a la misma joven sonriente, extendiendo su brazo para hacerme entrega de un café perfecto. Le di las gracias, y al despedirme, recibí un amable adiós como respuesta.

Ya en el bullicio de una transitada avenida, me detuve a analizar lo que había presenciado. A mis ojos, resultaba evidente que la joven no había tenido intención alguna de ser grosera con la pareja que se despidió de ella, pero tampoco me parecía que dentro de sus metas se encontrara el postularse como candidata a reina de la simpatía.  Simplemente, ella estaba dedicada a hacer su trabajo, y no parecía tener un trato rudo, no obstante su amabilidad se había hecho patente aleatoriamente. Una pregunta comenzó a rondarme: para hacer bien su trabajo, ¿la joven debería ser indiscriminadamente amable con el público que atiende, dedicándole una sonrisa aunque ésta resultara una obra maestra de la simulación? Muy probablemente sí, si es que tal actitud se encuentra dentro de las políticas de la empresa. O quizá si se encuentra dentro de su código personal  que rige la forma en que habrá de relacionarse con las demás personas. En uno y otro caso, creo que hay un denominador común que define la forma en que reaccionamos ante y con el mundo: las circunstancias personales.  

Y con el humo de una bebida aún caliente, comenzaron a desfilar ante mis ojos muchas circunstancias personales… Pudiera ser que la joven del café de aquella lluviosa tarde estuviera esperando ansiosa la hora de la salida para acudir a una cita, para asistir a una reunión que considerara más importante que la medida exacta de las bebidas que preparaba, para consolar a una amiga o para buscar el consuelo de una madre… O quizá no le guste familiarizarse con la clientela porque pudiera parecerle un exceso de confianza; tal vez de pequeña no tuvo una madre cariñosa y regañona que le dijera cada que podía: ‘saluda, di buenos días, da las gracias…’ Se me ocurre que quizá mientras prepara las bebidas, la muchacha gusta de repasar mentalmente sus pendientes personales, o su oración favorita, o la plática sostenida con un amigo entrañable… Mi imaginación es vasta, y podría citar al menos una veintena más de supuestos. En cualquier caso, una cosa es cierta para mí: no tengo ningún derecho a juzgar su conducta, por contraria que resulte ser a mis costumbres.

Me parece que la mayor parte del tiempo estamos demasiado ocupadas y ocupados en nuestra individualidad: lo que queremos, lo que creemos necesitar, lo que nos parece que es urgente. Y en medio de esa primordial ocupación personal de nosotras y nosotros mismos, nos olvidamos de poner atención en la gente que nos rodea. ¿Y si nos esforzáramos en realizar un ejercicio donde la empatía fuera la regla?

No se trata de preocuparnos ni ocuparnos de vidas que no sean las nuestras, sino de algo de mucha más valía y trascendencia: nos olvidamos de recordar que aquellos entes con quienes tratamos diariamente son, nada más y nada menos, personas. Personas con necesidades, gustos e intereses; personas con sueños, frustraciones y deseos; personas con tropiezos, pasado y un futuro… Personas, como tú, como yo, lo son él, ella… Lo que conforma una compleja aunque sencilla diferencia, son nuestras circunstancias personales, nuestras experiencias de vida… Experiencias de vida que no nos hacen ni más grandes ni mejores que el resto de habitantes en la tierra, únicamente diferentes; diferencia que nos proporciona nuestra unicidad.