jueves, 10 de mayo de 2012

Madres con brazos vacíos...

“Sustituir el amor propio por el amor a los demás
 es cambiar un tirano insufrible por un buen amigo”.
Concepción Arenal.

‘A todo se acostumbra uno, menos a no comer’. En más de una ocasión, he escuchado esta frase desde mi niñez; y creo que en algún momento de mi vida, le di crédito incuestionable a su contenido.

Desconozco si esta expresión se repite con la misma intención en otros países, nórdicos, africanos, asiáticos… Sin embargo, creo que si bien cabe la posibilidad de que no se trate de una máxima auténtica y exclusivamente mexicana, sí refleja mucho de nuestra cultura: históricamente, nos hemos acostumbrado a no mirar niñas y niños mal vestidos y peor alimentados, ofreciendo dulces en cualquier esquina; nos hemos acostumbrado a que la sociedad no muestre respeto ni orgullo por nuestras personas mayores; nos acostumbramos a la vida cara y al sueldo insuficiente, la política barata, sin clase ni historia… cada vez nos acostumbramos más a actos de corrupción que son noticia de un solo día… Nos hemos acostumbrado a criticar, juzgar y denigrar a quien manifieste una opinión diferente a la nuestra, se trate de religión, política, educación o música… Nos hemos acostumbrado a la intolerancia exacerbada, disfrazada de conocimiento y especialización… Y la lista parece interminable.

Por todo este costumbrismo aceptado, quizá no esté tan fuera de lugar ni de contexto que –como sociedad- nos hayamos habituado a niveles de violencia, dolor y desesperación nunca antes vividos en nuestro país en semejante medida. Porque, aunque lo neguemos con singular presteza: ya nos acostumbramos. Quizá sea hora de reconocer que la guerra emprendida contra el crimen organizado no sólo equivocó su objetivo y estrategia: lentamente nos ha hecho inmunes al dolor ajeno.
Difícil pensar en una razón. Quizá porque es necesario sobrevivir, tal vez el individualismo es mucho y la compasión escasa… Como sea, pareciera refrendarse que ‘a todo se acostumbra uno…’, incluso al crecimiento indecente del número de hombres y mujeres que mueren, día a día, víctimas de una mezcla perversa de cerrazón política y del mutismo insano de la sociedad.

Diez de mayo. Muchas mujeres de nuestro país, abuelas, madres, hijas, nietas, festejarán y serán festejadas… mientras que otras mujeres, cientos, miles, ojerosas y llenas de llanto seco, callado, nos obligan a voltear la mirada a historias de vida que han quedado suspendidas.

No. A todas aquellas personas responsables de la gran tragedia que vivimos, les digo: yo no me acostumbro al desconsuelo de esas madres que hoy han desafiado a nuestra indiferencia; no me acostumbro al dolor y desconcierto de miles de niñas y niños, huérfanos de una incalificable guerra, y huérfanos de nuestra memoria: son ellas y ellas de quienes nadie se acuerda, porque nadie se ocupa.

No, no puedo acostumbrarme a la necedad y ceguera de unos cuantos, y a la pasividad de miles… Sobra decir que no me acostumbro a escuchar de muertes y desapariciones violentas: México, nuestro país, exige que levantemos la voz… y no sólo para festejar, comercialmente, un 10 de mayo más…