miércoles, 14 de septiembre de 2011

No señor, mi nombre no es 'bonita'...

Mitad de semana, muy de mañana. El intenso tránsito vehicular que caracteriza a esta compleja ciudad donde vivo me provoca sólo una cosa: escuchar música clásica que disminuya lo más posible las ganas de contagiarme del nerviosismo colectivo que se deja escuchar en distintas formas.

Tal vez sea consecuencia de esa música, o de las últimas buenas noticias recibidas, o quizá sea simplemente que estoy de buen humor; el hecho, es que resulta imposible borrar la sonrisa de mi cara. Y así, sonriendo, sigo mi camino. El frío, la hora y mi costumbre, me obligan a hacer una parada casi obligada para satisfacer un gusto necesario: el café. Frente a mí esperan, al menos, seis personas, y apenas llegué, entraron un par de clientes más.

Un señor, de edad indeterminada y vestimenta formal, no me ha quitado la vista de encima desde mi llegada, y si no me equivoco, se alcanza a dibujar en su rostro un gesto parecido a una sonrisa. Me recrimino por no tener esa memoria fotográfica que caracteriza a varios miembros de mi familia, al tiempo que reflexiono que ésa podría sumarse a las muchas razones por las cuales me resultaría imposible dedicarme a la política. Me imagino llegando a una comida, acompañada de ‘don fulano de tal’ para tratar el tema aquel tan importante; ya estamos llegando a nuestra mesa, cuando se acerca alguien que parece ser otro don fulano de tal, y al tiempo que me extiende su mano, me saluda con el típico: “¿Cómo estás? ¿Qué tal te fue con tal asunto?”. En ese momento, sin duda, yo saldría corriendo, tacones al vuelo, dejando a los dos ‘don fulano de tal’… y todo, porque me daría mucha pena contestar: ‘Disculpe, ¿nos conocemos?’.

Esta frase fue la que se salió de mi boca ante la insistente mirada del señor del café. Él, amable, y con una sonrisa ahora claramente presente, me contesta que no, pero que le encantaría nos conociéramos. Este es otro de los momentos para los cuales yo nunca estudié, y como no los estudié ni los estudio, siempre respondo lo primero que me viene a la mente. Sin embargo, en esta ocasión, la agilidad mental de mi interlocutor es más veloz que la mía, pues aún no he terminado de abrir la boca, cuando escucho algo que me parece podría ser un piropo: me agradece haberle alegrado el día con mi presencia, rematando con un “¿Bonita, le gustaría tomar un café conmigo?”.

Bonita. Se agradecen los piropos, desde luego; pero mi nombre no es bonita. Claro, el mundo tampoco está obligado a conocer mi nombre, pero se agradecería se tomaran la molestia de preguntarlo siquiera. Pero no es esto lo que llamó poderosamente mi atención; a final de cuentas, ¿quién soy yo para darle clases de buenas maneras a nadie si yo misma no me considero un ejemplo de ello?

No, el tema es otro. Experiencias similares alimentan en mí una idea: vemos lo que queremos ver, o lo que estamos condicionadas y condicionados para apreciar. Algunas características físicas que poseo coinciden en cierta medida con los cánones de ‘belleza’ que hoy por hoy son aceptados. Pero soy mucho más que una mujer de determinada complexión física en tacones y falda, lo que me define no es ni la ropa que uso ni el largo de mis piernas (que, dicho sea de paso, tampoco considero tan largas). Lo que a mí me define es la suma de defectos y virtudes que poseo, los valores que tengo integrados a mi vida, los ideales en los que creo y por los que lucho… igual, ni más ni menos, que al resto de la sociedad.

Quizá sea ésta la razón por la que rechazo casi instintivamente las lecturas que me  invitan a conocer a “la mujer más hermosa” o al que ha sido considerado como “el hombre más sexy”. Falta de cultura general, acusarán algunas; envidia genuina, podrán argumentar otros. En cualquier caso, puedo decir que he tenido la fortuna de apreciar miradas verdaderamente hermosas, he escuchado argumentos brillantes de mentes verdaderamente interesantes, y me ha deleitado el canto de ángeles que parecen seres humanos…y en todos los casos, he sido incapaz de decir que, a pesar o además de eso, se trata de personas ‘bonitas’ o ‘guapas’.

De ninguna manera me considero poseedora de la verdad absoluta, y desde luego, tampoco creo que las ideas del resto de la sociedad deban ser coincidentes para entonces considerarlas válidas. No obstante, sí creo que podríamos hacer un esfuerzo por ver más allá de la superficie, sería interesante dejarnos seducir por los valores de una persona más que por aquello que visualmente nos resulta atractivo.

Y no. No acepté el café… y el señor tampoco preguntó mi nombre. 

lunes, 12 de septiembre de 2011

Renuncio

Renuncio. Quizá debí hacerlo tiempo atrás, o tal vez sea éste el momento propicio para hacerlo… Renuncio a dejar de ser yo misma en todo momento; renuncio a ignorar mis sueños, renuncio a vencerme ante la desesperanza…

Renuncio a rechazar la instrucción más amorosa que mi padre me ha dado: ser feliz…

Por eso es que renuncio a la soledad impuesta por mis miedos, a la ruptura sin fin ni comienzo que arranca lágrimas a la tristeza…

Renuncio a la posibilidad de angustiarme por eventos que aún no suceden y que muy probablemente nunca sucederán; renuncio al enojo, a la ira y a las comidas enlatadas…

Renuncio a las etiquetas, estereotipos, aforismos y analogías imprudentes; renuncio a ti, a aquello, a lo que fui… porque tengo derecho y creo que hasta obligación, de ser otra muy diferente todos los días, porque todos los días tengo en mis manos la posibilidad de hacer magia con mi vida… cada día, cada 24 horas, tengo esa opción maravillosa de subirme al escenario para ser protagonista de una obra que puede reescribirse en un segundo… el guión lo tengo yo, entre mis manos, entre la pluma y el papel, mi mente y mi estómago, entre mi ombligo y mi entrepierna, mi pie derecho y el izquierdo: ahí, en cada rincón de mí misma, está la posibilidad de reescribir mi guión…

Por eso renuncio a todo aquello que esté demás en mi vida, a todo aquello que pesa demasiado, tanto que me impide volar. Renuncio a las sonrisas fingidas y a los zapatos de tacón incómodamente altísimo; renuncio a reducir o aumentar las formas de mi cuerpo para seguir una tendencia que no sea la que yo misma me  imponga; renuncio a quedarme sentada cuando quiera bailar, a bailar cuando quiera disfrutar estar sentada…

Renuncio a abandonar mi sueño si la realidad me espanta, porque ahí en ese espacio, donde el amor abunda, soy capaz de percibir que todo lo que hay a nuestro alrededor y todo lo que realmente necesitamos, es amor… Y renuncio a dejar la realidad si mi corazón me exige estar presente en ella…

Renuncio a estar atenta de la opinión que el mundo pueda tener de mí, a propósito de mi forma de vestir o comportarme en una comida, por la manera en que actúo mientras manejo o cuando camino por la calle. Lo dijo mejor Estefanía: “Renuncio a que me importe que me juzguen por cómo soy, cómo me visto, cómo me expreso, ¡cómo vivo! ¡Quiero ser feliz!”

Sí, yo también quiero ser feliz… y he entendido que es difícil ser feliz cargando bultos de culpa y toneladas de emociones inútiles; tarea titánica si se intenta con la vista en el pasado y unos pies ansiosos por pisar el futuro.

Renuncio a ignorar el dolor... renuncio a quedarme con las manos cruzadas sobre mi regazo mientras la pobreza y la violencia mantienen una actividad intensa.
Renuncio a aquello que se quedó inconcluso: un correo electrónico, un pastel, una comida; las palabras que nunca te dije y las que nunca debí haber pronunciado; las conversaciones que terminaron en pleitos y los pleitos que nunca pudieron nacer con una conversación… todo eso pasó, sí: pero en el calendario de mis próximas 24 horas ya no está presente, entonces, ¿para qué dejar anotaciones pendientes? Renuncio a lo que ya no pudo ser, y conservo sólo lo que es posible.

Renuncio a callar mi voz y amordazarme entretanto la injusticia pasea delante de mí en forma de abandono, violencia, maltrato, corrupción…

No sé si viviré treinta y cinco años más. Si así sucede, podré decir en ese momento que a la mitad de mi vida, decidí comenzar a vivirla…