Hay momentos para
crear, analizar, luchar, sonreír, imaginar y lograr. Son esos momentos en que
la vida se manifiesta incluso en nuestros silencios; los colores se desbordan
en nuestras palabras y la cotidianeidad es una feliz danza de una conjugación
infinita del verbo hacer…
Hay otros
momentos en que la soledad nos abraza, o nos abrazamos a ella; dejamos de
buscar colores en el horizonte, y nos conformamos con deleitarnos,
calladamente, con el claroscuro que se asoma por debajo de una persiana que no
levantamos, por temor a que los rayos del sol inunden nuestros espacios. Son momentos
para recordar, para añorar no sólo el alma de quien ya no se materializa en un
cuerpo humano, sino también las vivencias de aquellos tiempos que, en
comparación con el actual, resultan mejores.
Así es la vida…
de hecho, la vivencia de esos momentos es la manifestación más pura de la Vida…
Pero existen
otros momentos que antes desconocía, en que las máscaras se caen, dejando ver, en su forma más simple, que las personas en ocasiones pueden no sólo ser
falsas, sino también descaradamente malintencionadas. Y lo sabes no sólo cuando
cuentas de correo electrónico de tu padre muerto han sido hackeadas, sino también
cuando te enteras del (real) proceder de gente (supuestamente) cercana a él, y
todas las consecuencias que ese proceder conlleva.
No ha sido fácil,
nada fácil, vivir un duelo en condiciones tan adversas… Sin embargo, si bien la
alegría ha sido una constante en mi vida, en ella nada ha sido fácil. Supongo que
tampoco tendría por qué serlo ahora. Pero, más allá de esto, también vivo
agradecida este momento, pues mi padre, después de su muerte, sigue dándome
lecciones importantes para mi vida.
Estoy aprendiendo
que aquello que con ilusión y esmero pudo construirse, también puede servir
para que gente sin escrúpulos se aproveche viviendo de ello, sin mayor aporte
que un falso esfuerzo.
Estoy aprendiendo
que las personas que se acercan en la abundancia no son necesariamente las que
acompañan en la enfermedad, mucho menos en la desesperanza.
Estoy aprendiendo
que la mejor ayuda no se traduce en palabras, ni siquiera en divisas, sino en
la intención real de procurar el bienestar ajeno, sin esperar nada a cambio,
sin pedir nada por ello.
Estoy aprendiendo
que mi tiempo vale mucho, muchísimo más de lo que algún día supuse, como para
malgastarlo en sentimientos negativos, en repetir errores, en saturar agendas o
en recordar viejos amores.
Estoy aprendiendo
que lo mejor de mi vida, lo más grande y valioso, está en las miradas de dos
hermosos seres que llenan de alegría y fuerza mis mañanas, y que caminan junto
a mí allá por donde vaya, como invisibles guardianes de un amor que trasciende
fronteras, generaciones, espacios y palabras.
Estoy aprendiendo
que lo mejor de la vida de mi padre nadie, absolutamente nadie, podrá tocarlo
jamás, pues se ha quedado en las venas de quienes fuimos y somos su motor y su
alimento.
Y con ello estoy
aprendiendo a vivir. A vivir sin buscar la mirada de mi padre, a vivir buscándolo en mi corazón.