jueves, 12 de julio de 2012

Lenguajes universales


“No hay ninguna cosa seria que no
pueda decirse con una sonrisa”.
Alejandro Casona.

Galería Uffizzi… Quien gusta del gran placer que brinda el arte concentrado en los museos, y ha tenido la oportunidad de estar en Florencia, sin duda alguna, ha visitado la Galería Uffizzi.

El arribo a este lugar, en sí, es toda una experiencia: turistas del mundo entero, atropellan y se atropellan al detenerse a admirar cualquier cantidad de esculturas, tiendas y exposiciones callejeras; gente que sale de Dios sabe dónde para ofrecer souvenirs, bolsas y pinturas en casi todos los idiomas; personas de todas las edades que disfrutan de los famosos helados en cada esquina y bocacalle… Y artistas, de la música y la pintura, engalanando la entrada principal a la Galería.

Ahí fue donde conocí a M.M.M. Ramazzotti. Difícil para mí definir su edad, aunque seguramente rebasa los cincuenta y tantos años, pues, entre trazo y trazo, comentó que tiene 50 años viviendo en Florencia, 22 de ellos trabajando en ese espacio.

No estaba entre mis planes, ni presentes ni futuros, contar con un retrato mío. De hecho, quien me conoce, sabe que ‘posar’ nunca ha sido mi estilo. Sin embargo, algo detuvo mi apresurado andar al pasar junto a Ramazzotti; quizá la curiosidad, o su inquieta mirada de artista, hicieron que terminara por decidirme. Una vez superada la barrera del idioma, me senté frente a él… y, sin saberlo aún (aunque debí suponerlo) frente al mundo entero.

Desde los primeros trazos, firmes y decididos, comenzaron a desfilar distintas culturas frente a mí y de espaldas al artista. Unas miradas estaban llenas de curiosidad, quizá preguntándose qué tan fidedigno resultaría el retrato. Otras miradas, adultas unas, infantiles otras, rebosaban asombro. Lo que es seguro, es que el interés por el trabajo de Ramazzotti incrementaba conforme aparecía un rizo despeinado, el inicio del labio superior…

Después de 22 años de trabajar a la sombra de tantos ojos, está claro que el juicio mudo aunque latente  a través de gestos mundialmente conocidos de aprobación que el pintor recibe mientras trabaja, no sólo no le incomoda: lo alientan, lo motivan… lo alimentan.

Otra historia y circunstancias se cuentan desde el otro lado, el de la improvisada aunque voluntaria modelo: yo. Aún cuando sabía que no era el principal centro de atracción, sí lo era de manera secundaria, pues me constituí en el obligado punto de comparación del trabajo del artista. Y ahí, en ese papel no protagónico, fui observada y fotografiada una, cinco, dieciséis… me atrevo a especular que decenas de veces.
Sentada sobre una silla de tela, pude escuchar expresiones de aprobación en, al menos, cinco idiomas que fui capaz de identificar… pero pude observar esa misma aceptación en el lenguaje universal de la mirada, confabulada con el hermoso lenguaje de la sonrisa, al menos un centenar de ocasiones.

Las fotografías se tomaron por cámaras de distintos colores y tamaños, pertenecientes a personas de una interesante variedad de nacionalidades; instantáneas que iban seguidas, todas, de una cómplice sonrisa…

El momento en que finalmente acepté mi papel secundario (quizá una hora después de estar abrazada por la silla), posé, sin reserva alguna, para la cámara de una persona de rasgos asiáticos. En respuesta, recibí una amable y sutil reverencia de agradecimiento, acompañada de la mirada y sonrisa más tiernas que había recibido en todo el día… en semanas, tal vez… Agradecimiento no perceptible por el oído, pero decididamente claro para mis ojos.
 
Una vez finalizada la obra, el rostro del pintor no podía ser, creo, más alegre: se encontraba plenamente satisfecho con su trabajo.

Por mi parte, yo estaba profundamente agradecida… Porque esta experiencia me ayudó a constatar, una vez más, que la sonrisa es un lenguaje universal; que mostrarme tal y como soy no sólo es un ejercicio auténtico de honestidad, sino también una experiencia de gratas enseñanzas… y puedo conservar, en un pedazo de papel, muchos instantes repletos de infinitas miradas…