“Mira, hacia allá, un día, tú y yo caminaremos...”; pareces
decir en esa imagen, grabada en mi memoria, decorada por el destello de las
primeras semanas de una nueva experiencia para mí, para ti, para todos…
La misma imagen la tomo entre mis manos, y entonces te pido
que no te rindas, que mantengas tu lucha, que tomes de mí la fuerza que para
ello haga falta… Que necesito compartir contigo más sonrisas, y remendar con tu
sabiduría mis sueños… Que tu mano ha dibujado auroras, desviado tormentas y
sostenido fragilidades ajenas, pero que aún falta que sostengan un par de
manitas que, lo sé y lo sabes bien, atan nuestros corazones a su vida…
Que aún me falta aprender tanto de ti… y no es que no lo
haya hecho antes por necia o testaruda, sino porque mi ser entero me dice que
aún no ha terminado el viaje, nuestro viaje… Que mi concepción occidental de la
vida y de la muerte, a pesar mío, sigue marcando el curso de mi historia, y
entonces sufro, me desanimo y me entristezco, y termino escondiendo el rostro
en cualquier gesto, en un silencio, en una aurora… Sí, tú me enseñaste la
belleza de la aurora, igual que me has enseñado la grandeza de la sencillez y
la indescriptible belleza del silencio; me enseñaste a aceptar las diferencias,
no como un signo de bondad propia, tanto como una señal de entendimiento humano…
Pero te falta tanto por enseñar al pequeño corazón que ahora mismo late en mi
regazo…
Y entonces, con el llanto suspendido entre una tristeza
atropellada por todo aquello que es urgente y demandante, me recuerdo la
existencia de una presencia superior a mi humano entendimiento, y en la
suavidad de ese consuelo descanso… No me queda más que esperar, juntando
nuestras manos, que la vida siga manifestándose en cada rincón y en cada
pensamiento…