Al inicio de mis estudios profesionales decidí ocupar mi
tiempo libre en un deporte que, si bien ya había practicado con anterioridad,
no lo había hecho en forma metódica. Supongo que eso te debió haber dado mucho
gusto a ti, que tan gustosamente aceptabas cualquier situación o circunstancia
rigurosa, metódica, sistemática…
En aquella época, comenzaba a escribir versos al pie de las
páginas de libretas llenas de palabras como jurisprudencias, contratos y cosa
juzgada; y a la par que las inquietudes se desbordaban en mis manos, una feliz
soledad invadía mis espacios: no me recuerdo rodeada de muchas amistades, como
tampoco me recuerdo genuinamente entusiasmada por todo lo que hacía, excepto
aquellas clases de Tae Kwan Do que me permitieron ver los atardeceres más
hermosos que me ha regalado la Sultana del Norte. Y no guardo en mis memorias,
antes o después de aquella ocasión, haber competido por algo. Al menos no yo
sola…
No sé cuál de estas razones, o alguna otra que desconozco,
fue la que motivó que aquel día abordaras un avión para estar a mi lado un par
de horas.
Quizá era un jueves (o miércoles) de una semana cualquiera
del mes de mayo. Me habían dicho que la persona que competiría conmigo en la
misma categoría no sólo tenía experiencia previa en ese deporte, sino también
en Judo. Y, ante tanta información, lo que más me preocupó no fue ganar, sino
salir bien librada del encuentro...
Con el uniforme puesto, blanquísimo y sin más arrugas que
las necesarias, empecé a realizar los ejercicios de calentamiento, y mientras
mentalmente me preparaba para una experiencia que nunca antes había vivido,
repasaba uno a uno los consejos que amablemente me había compartido una
compañera con más experiencia que yo cuando, de pronto, mi respiración se
contuvo. Por unos instantes, mi cerebro no lograba procesar la información que
mis ojos le enviaban, primero asombrados, y rápidamente inundados de un emotivo
llanto: frente a mí, a tan solo unos pasos, estabas tú, tú y tu gran sonrisa,
tú y tu reconfortante abrazo. Tú, mi padre, habías salido de sabrá Dios dónde,
y ahora caminabas con alegre soltura entre mis compañeros y compañeras que, con
la interrogante dibujada en sus rostros, vieron cómo, muda por el llanto, corrí
y salté a tus brazos.
¿Cómo explicarles que crecí rodeada de tu amor, pero
añorando tu presencia cada segundo que nos separaba la distancia? ¿Cómo
decirles las muchas veces que, abrazada de tu ropa, cerraba los ojos para
imaginar que estabas frente a mí, cobijándome en tu regazo? ¿Cómo contarles, en
breves instantes, que no sólo eras mi padre, sino que eras mi mentor, mi
alegría, mi mejor amigo, mi cómplice y mi ejemplo?
Hoy, más de una década después, puedo decir que pocas veces
he sentido una alegría similar como la que me invadió aquel día, cuando tu
mirada y la mía se cruzaron en ese gimnasio…Gracias por ese día tan lleno de sorpresa y felicidad...
Hoy se celebra el día del Padre. Y hoy, como ayer, y como
cada día desde tu partida, cierro los ojos para ver tu sonrisa, para abrazarme
a tu recuerdo y decirte lo mucho que te amo… Felicidades papi…