lunes, 24 de octubre de 2011

Otro mundo siempre es posible...


Que el machismo existe y permea cuanto le rodea donde se manifiesta, es un hecho -para mí, incuestionable. Existen diversos textos especializados donde personas expertas en el tema, hombres y mujeres, lo explican (dirán algunos) hasta el cansancio.
Que yo he vivido situaciones donde el machismo me ha dejado muda de coraje o impotencia es una realidad que, considerando las características de los hechos, palabras y acciones, también resulta irrefutable; y de ello, cuento con un repertorio interesante de experiencias, no muy amplia ni muy corta, diría yo que suficiente. Y, afortunada o desafortunadamente, según el cristal desde el cual se mire, esas experiencias, acorde a la época que vivimos, se ‘actualiza’ con relativa frecuencia.
Sin embargo, corro con la suerte de que mi relación con el género masculino estuvo determinada por dos hombres, a mi juicio, feministas, y férreos defensores del empoderamiento de la mujer... aún cuando este término, como tal, resultó familiar en las latitudes donde viví mi niñez mucho después de aquella época. Sí, mi padre y mi hermano jugaron un papel determinante para matizar mi concepción del feminismo que conocí a través de Simone de Beauvoir.
Así, cuando la actualización de las experiencias se presenta, hago mi mayor esfuerzo por entender las afamadas circunstancias personales de quien colabora involuntariamente conmigo en mi crecimiento personal. No obstante, cuando la presencia de un hombre hace diferencia en mi día no por su machismo moderado o exacerbado, sino por muy variadas razones, no puedo menos que admirarlo. Y, por supuesto, reconocerlo.  
El día de hoy, ni más ni menos, tuve dos experiencias sencillamente divinas. La primera, muy de mañana, en un café cercano a un céntrico monumento de esta gran ciudad. El señor, que a juzgar por su apariencia ha de pasar los setenta años, es un verdadero ejemplo no sólo de vitalidad, sino de amabilidad, inteligencia y sensatez. Y esto no me lo dice su apariencia: en más de una ocasión he podido escuchar sus pláticas, y eso es lo que me enamora de su persona. Quisiera escuchar esa voz pausada y serena muchas horas, y contagiarme de características tan singulares con el simple ejercicio del oído. Consciente de que la paciencia no se adquiere por ósmosis ni por otro fenómeno físico semejante, procuro asistir regularmente a ese lugar, y entre bocado y lectura, me esfuerzo por aprender lo que su plática me permita.
Horas después, otro señor, también de unos setenta y tantos años, iluminó mi tarde. Con una mirada rodeada de infinitas experiencias manifestadas como lo que conocemos como arrugas, atendió cortésmente mi solicitud de servicio, y a pesar de las prisas y de ser ‘hora pico’, su sonrisa se mantuvo firme, ensanchando su rostro de lado a lado. Pareciera que tiene claro que ninguna prisa ni larga fila justifica una descortesía.
De ambos señores recibí trato amable, no paternal; los dos, en medio del trajín característico de sus lugares de trabajo, se dieron el tiempo suficiente para saludar y dar las gracias. Del primero nunca he recibido un ‘bonita’, ‘preciosa’ o ‘niña’, que parece abundar en el léxico de muchos caballeros que, pasada cierta edad, se permiten tratar a las mujeres, sobre todo si aparentan menos de 30 años, como menores de edad.
Aquí cabrían distintas opiniones; habrá quien diga que el primero cuida su negocio y el segundo su trabajo; tal vez se podría argumentar que ese ‘saber tratar’ lo adquirieron con los años. De una u otra manera, considero que no está por demás aprender de quienes, por la edad o convicción propia, se reservan para ellas mismas un trato digno. Porque, al tratar dignamente a las personas, una o uno no puede menos que tratar dignamente de vuelta. Es una ley de vida... claro, repetidamente se quebranta, pero sin duda, la vida –sabiamente, se cobra el adeudo.
Todas y todos tenemos derecho (quizá obligación) de tratar de ser mejores personas. Si alguien en el pasado hizo del machismo su bandera y de la violencia una forma de vida, no significa que en algún punto de su existencia no tenga el deseo sincero de cambiar. Es importante hablar de la violencia de género, por supuesto; sin embargo, estimo igualmente importante hablar de las opciones que existen en la actualidad para no sólo evitar la violencia, sino también para prevenirla, combatirla y, por qué no, eliminarla de quien la manifiesta.
A estas alturas algunas cejas podrán estar levantadas, dando paso a la duda... como seguramente se habrán levantado otras, muchos años atrás, cuando tantas mujeres reclamaban su derecho a manifestar su pensamiento libremente. Por eso afirmo que otro mundo es posible... si desde hoy empezamos a trabajar en ello. Nunca es tarde, y las generaciones futuras bien valen nuestro esfuerzo...