Termina
un año más.
2014,
en México y el mundo, se ha escrito con una fina pero vistosa tinta indeleble
que ha dibujado un periodo turbulento, complejo, diferente, emocionante; pero
también, se debe reconocer, el dibujo tiene tintes de tristeza, de esa angustiosa
impotencia que invisibiliza el paisaje cuando se está frente a una injusticia.
La
violencia machista se ha dejado ver en todos los rincones a través de las más
diversas manifestaciones; desde la más sutil a la más agresiva de sus formas,
la violencia machista ha desestabilizado -en el mejor de los casos, la vida de
miles de mujeres, niñas y niños. Donde se pose nuestra vista, ahí está la
violencia machista: a la entrada del metro, en la oficina de junto, en el
espectacular con que nos topamos de vuelta a casa, en la portada de la revista
y entre quienes se sientan a nuestra mesa.
Sí,
porque nosotras también ejercemos violencia, porque nosotras también
normalizamos esa violencia y nosotras también nos medimos, las unas a las
otras, a través de unas gafas patriarcales que nos impuso una sociedad que le
adeuda tanto a las personas que la conforman.
Pero
cierto es que las palabras no arreglan, por sí solas, ninguna situación: son
actitudes y acciones diferentes las que se requieren, con urgencia, para dar un
giro a esta historia de injusta democracia donde no participan hombres y
mujeres por igual. Tenemos qué desaprender lo aprendido, desandar las mismas
rutas que nos llevan al mismo violento destino…
Albergo
la esperanza –necia, persistente, como cada ciclo de 365 días, de que el año
que está por comenzar sea uno diferente, uno en el que se derrumben los
mecanismos patriarcales, uno en que el sistema de corrupción que sirve de
sustento a tantos gobiernos se desmorone… uno en que la violencia sea la excepción,
y no la regla.
2015:
no me defraudes, que yo no habré de hacerlo.