Texto: Leticia
del Rocío Hernández
Diseño: Margarita Nava |
Una niña de apenas 7 años, con profuso maquillaje en su rostro y complicado
peinado de salón se asoma en la portada de una reconocida y prestigiosa revista
de moda. El resultado: polémica inmediata y ventas agotadas de los ejemplares.
Después del inicial revuelo causado hace poco más de 2 años, podemos ver
que el impacto de las fotografías ha sido poco más que simbólico. Basta
recorrer, con mirada atenta y en ocasiones no tan observadora (por lo obvio de
las imágenes), artículos y anuncios comerciales de diverso contenido, donde las
fotografías que los ilustran muestran pequeñas que aún no alcanzan la pubertad,
representadas como mujeres listas para salir a una fiesta. Y qué decir de los
concursos infantiles donde, a propósito de exaltar las habilidades de las niñas
participantes, se les muestra vestidas, maquilladas y peinadas en exceso…
hipersexualizadas.
No falta quien defiende la hipersexualización de las niñas, sobre todo las
personas creadoras de tales imágenes (un alto contenido artístico suele ser el
principal argumento), y, desde luego, quienes se benefician de la venta de los
productos ofrecidos (se trate de un perfume o un concurso); alegando que se
trata de algo natural… Como, sin duda, lo ven los pedófilos que tienen acceso a
tales imágenes con el simple click de cualquier teclado, sin necesidad de
buscar páginas ilegales para satisfacer su necesidad de acceder, aunque sea
visualmente, a una persona menor de edad.
Porque a eso exponemos a las niñas al mostrarlas como representaciones sexuales,
disfrazadas de mujeres adultas: a que personas que con una parafilia oculta o
manifiesta, alimenten su excitación sexual con niñas (y niños). Pero el asunto también
tiene otros alcances: al normalizar la imagen de una jovencita con poses
sensuales, rodeada de hombres adultos o de escenarios no aptos para su edad
(bares; una cama desordenada donde se aprecian unos pantalones masculinos –y
donde el objeto que se comercializa son los pantalones en cuestión-, por citar
unos ejemplos), se normaliza también la explotación sexual infantil.
Las personas que demandan servicios sexuales, al menos en nuestro país,
poco o nada se preocupan en conocer no sólo las condiciones reales de las
mujeres a las que tienen acceso (se trate de una sala de masaje, un bar, o la
misma calle), sino que tampoco muestran el menor interés en comprobar si la
joven que tienen frente a sí efectivamente tiene 18 años o bien pudiera
tratarse de una niña de 14 años, maquillada en exceso. (Aunque desde luego,
también está el grupo de personas que atienden a conductas específicas, y que
buscan tener encuentros sexuales con niñas y niños).
Frases como “ya es cancha legal”, “si alcanza el timbre no hay problema” y
otras donde se deja claro que si la joven cuenta con determinada apariencia y
estatura se trata de una mujer
accesible para relaciones sexuales, dejan en evidencia que, socialmente, está
aceptado un acercamiento (de tipo sexual) a una niña que parezca que ya no lo
es; si a esto le añadimos la influencia de la hipersexualización de las niñas a
través de los medios, tenemos la más común de las justificaciones de personas (hombres
y mujeres) que no alcanzan a dimensionar el grave problema de explotación
sexual infantil: “… está vestida como mujer, actúa como mujer… ¿cómo voy a
saber que entonces no se trata de una mujer?”.
Un razonamiento simple que se encamina a responsabilizar a la niña de las
acciones de la persona adulta. Porque, si viste y actúa como mujer, entonces
habla, camina y seduce como mujer… y el hombre adulto no duda en alegar que es incitado
por la conducta de la niña. Un círculo tan vicioso como perverso.
Como personas adultas, debemos asumir las consecuencias de nuestros actos,
pensamientos y omisiones. Al aceptar la hipersexualización de las niñas,
normalizamos conductas ilegales que dañan a la infancia: de lo que hagamos (y
dejemos de hacer) para evitar que la explotación sexual infantil siga
incrementando depende el sano desarrollo y convivencia de nuestra sociedad.
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