martes, 14 de diciembre de 2010

De vialidades, responsabilidad y buenas maneras



"¿No será acaso que esta vida moderna

está teniendo más de moderna que de vida?",

Joaquín Salvador Lavado (Quino) en Mafalda

A la mayoría de las personas que transitamos por las calles de una ciudad tan compleja y versátil como lo es el Distrito Federal, nos enseñaron en nuestra primer infancia que la luz verde de los semáforos indica ‘siga’; que el ámbar el es indicador de ‘prevención’, un aviso de que pronto aparecerá la luz de la restricción: el rojo, que los mexicanos identificamos como ‘alto’.

A mí nunca me enseñaron que estos colores podían ser utilizados a discreción ni por peatones ni conductores, ni que los automovilistas tuvieran la obligación de respetar esa discrecionalidad peatonal ni a la inversa. Pero pareciera que esa laxitud característica de la cotidianeidad, ha llegado para instalarse en el mundo del deber ser. Sí, porque los reglamentos de tránsito son claros; habrá quien los califique de incompletos, o susceptibles de mejoras, pero a final de cuentas, claros. Y a pesar de ello, tanto peatones como conductores estamos acostumbrados a interpretar los deseos de la persona que está del otro lado de la esquina, y que en ocasiones ni siquiera se toma la molestia de voltear a ver qué luz pinta en el semáforo.

Cuando estamos en el papel de conductores, habemos quienes, a pesar del malestar que pueda generarnos el vernos obligados a frenar a pesar de una alegre luz verde a nuestro favor, optamos por detener la marcha y permitir que más de un transeúnte siga su camino a paso decididamente lento. Y el día que jugamos el papel de peatones, en más de una ocasión optamos por detener nuestra caminata ante una vuelta continua que ni nos garantiza el pase del vehículo, ni al vehículo le debiera garantizar esa libre continuidad en la vuelta. Claro, hay quienes, sin miramiento alguno, hacen uso de esa luz verde del semáforo cuando conducen, y al caracterizarse como peatones, lo hacen con una intolerancia tal a eso que antes se llamaba ‘educación vial’ que es francamente imposible negarles el paso…

Pareciera que en los reglamentos de tránsito y en la psique colectiva, existe un decreto: yo soy responsabilidad de los demás. Sí: como conductores, creemos que los peatones e incluso, el resto de los conductores que transitan alrededor nuestro, deben cuidar sus movimientos en función mía (cuántas veces no he escuchado ‘¡pues que se fije!’ cuando he preguntado a más de una persona porqué no le avisó al conductor de atrás de la vuelta a la izquierda); y, como peatones, nos cobijamos detrás de esa condición, aparejándola casi a la minusvalía, para envalentonarnos y exigir que los conductores cuiden de nosotros porque no estamos en igualdad de condiciones. Así, con nuestro infantil actuar, obligamos al mundo a cuidar de nosotros y de nosotras…

Y entonces ¿de qué sirve la mayoría de edad, una edad mínima para trabajar, la libre expresión, el ejercicio de los derechos, la libertad sexual…? ¿A quién están dirigidos todos estos conceptos si en realidad seguimos comportándonos como menores de edad?

No, si somos adult@s y exigimos como adult@s, es nuestro deber comportarnos como adult@s… frente a un volante, o caminando por Paseo de la Reforma.

Autora de ‘Dignidad para llevar’

Twitter: @LeticiadelRocio

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